presentación     trayectoria    repertorio    libros    cursos    artículos    fotos    prensa   radio    blog     

 

 

¿Y si escuchar cuentos no animara a leer?
Revista N. Narradors i narració. Nº11. Invierno 2005.

No se me inquieten, no puedo demostrar que escuchar cuentos no anime a leer. Ni lo voy a intentar. Ni siquiera soy de esa opinión, soy de otra.

Soy de la opinión de que los cuentos están hasta las narices de ser utilizados para esto o para aquello. Especialmente los cuentos orales, los que se cuentan, los que duran un momentito, un suspiro, un leve eco si acaso. Esos que te pierdes si te andas haciendo preguntas. Esos que dicen: “Déjate de monsergas y disfrútame”.

Pero las personas andamos siempre preocupadas en otras cosas. Antiguamente a los cuentos se les usaba como sirope en el que diluir las enseñanzas morales, las normas de conducta y las prohibiciones. Y tal era la preocupación, que parecía que un cuento no estaba completo si no se terminaba con una aberración: la moraleja.

Hoy, afortunadamente, las moralejas entre los narradores están en franca decadencia (aunque todavía se oye alguna). Pero ahora que no hacían falta, ahora que no se exige resumir el mensaje del cuento (más bien reducirlo a un ripio, pues todo el mundo sabe que los mensajes del cuento son infinitos y cada persona entiende lo que entiende), ahora que nos acabábamos de librar de ese intento burdo e inútil de pensar por quien escucha, de decirle “no vayas a sacar una conclusión distinta a la mía”, nos encontramos con que los cuentos tienen que animar a leer.

Me recuerda a mi infancia (siendo narrador era inevitable que hablara de mi abuelo o de mi infancia). Cada vez que había lentejas para comer lo pasaba mal. Con lo que me gustaban. Mi madre insistía “acuérdate de que tienen mucho hierro, digiérelas bien y verás que fuerte te pones”. Y yo nunca supe cómo digerir las lentejas para aprovechar todo el hierro... y así me quedé.

Pues algo así siento cuando voy a escuchar cuentos y oigo mensajes que, como moralejas, quieren obligar a los niños que han disfrutado escuchando un cuento a gozar con la lectura.

“Voy a contaros unos cuentos para que os animéis a leer”, he llegado a escuchar. O “aquí está este señor que va a contaros cuentos para que veáis lo bonita que es la lectura” o “el libro y la literatura son el origen y destino final de una sesión de cuentos en una biblioteca”.

Me suena a no hace tanto, cuando se prohibía a los niños leer los libros infantiles porque era perder el tiempo, “déjate el libro ese del ratón poeta y cógete la enciclopedia”. También a “que cuanto mejor sepa leer, mejor le irá en el colegio” sin valorar la lectura en sí misma, como si no fuera enriquecedora sino sólo un medio para alcanzar las materias que realmente importan y que tienen nombres que empiezan por mayúscula como Historia, Geografía, Lengua o Latín. Como si los buenos cuentos orales no fueran enriquecedores en sí mismos si no vienen de un libro o no llevan a él. Como si la literatura infantil no fuera deudora de los esquemas que inventó y transmitió la tradición oral.

¿Por qué ese menosprecio? ¿A qué viene esa infravaloración de la palabra hablada con respecto a la escrita?

¿Por qué siempre se destaca la riqueza literaria de lo escrito y nunca la ventaja expresiva de lo hablado, ni su valor humano, ni su cercanía?

Puede que el léxico sea más reducido por esa necesidad de comprensión inmediata de la oralidad (no se puede volver hacia atrás para reescuchar), pero al leer nos perdemos la expresión del rostro de quien nos dice aquello y se encuentra ausente, los signos de puntuación son absolutamente desbordados por las inflexiones de la voz y las palabras al ser almidonadas en tinta, pierden todos los matices del sonido.

Puede que sea difícil de comprender que escuchando se aprende a leer, pero es obvio que escuchando se aprende a escuchar.

Puede que la narración sirva para animar a leer, pero no se puede definir exclusivamente como una mera herramienta para ello.

Decir que la narración es un instrumento de animación a la lectura (o de cualquier otra cosa) es como decir que la música es eso que se escucha en la sala de espera del dentista: algo cierto, pero también, como mínimo, una verdad incompleta.

Y sin embargo, una voz incómoda me dice “Pero, si no anima a leer ¿a santo de qué se desarrolla en las bibliotecas?”

Y yo me digo: ¿No habíamos quedado en que las bibliotecas no eran almacenes de libros sino lugares donde se encuentra viva la cultura? ¿No es la narración un medio de transmisión de ideas y sentimientos? Si lo es, debe tener su lugar en la biblioteca, no como cartel indicador "hacia los libros", sino con estantería propia. No un hueco pequeñito en el cuarto de los trastos, sino el espacio que le corresponde a la palabra viva.

Si de bibliotecas hablamos, parémonos a pensar sobre un hecho. En la concepción actual de la biblioteca no sólo tiene cabida el libro. Se añaden fonotecas, videotecas, accesos a Internet, Cd Rom con software. Las bibliotecas se dotan de todo tipo de medios de transmisión de la información y el pensamiento. Y como usuario lo aplaudo y lo disfruto. Y si embargo, si introducimos la palabra, la vieja y bella palabra que tanto amamos, desnuda de todo artificio, sin necesidad de intermediario ni de soporte porque va de mí a ti, sentimos que tiene menos peso, ¿quizá porque viene sin envoltorio que la adorne?

Entiendo las bibliotecas como lugares donde encontrar la palabra y no sólo la escrita. Es más, permítanme una provocación: puesto que hoy por hoy los cuentos en vivo son menos accesibles que los escritos, no sería descabellado pensar en las bibliotecas con una mayor preocupación por la narración que por los libros.

No debe haber sesiones de cuentos para que la gente lea. Debe haber sesiones de cuentos para que la gente escuche. Y sobre todo, debe haber sesiones de cuentos porque debe haber sesiones de cuentos.

¿O lo que ocurre es que el libro un objeto sagrado, un fetiche, algo que vale más por lo que significa como objeto, que por lo que contiene?

¿Qué son los libros sino el reconocimiento de que no podemos estar y dejamos una notita con lo pensamos, pero si podemos vendremos a decirlo en persona?

¿Preferiríais leer el cuento publicado de un narrador a escucharlo de su boca?

¿Qué son las palabras escritas sino la huella de lo que alguien imaginó una vez y no puede estar presente para contárnoslo?

La palabra dicha está viva. Nace de mi boca, crece en tu oído, se reproduce de boca en boca y cuando se deja de contar con ella muere.

Y sin embargo se da la paradoja de valorar más los libros sin palabras que las palabras sin libro.

Como narrador, me preocupa que aumente el número de escuchadores, no de lectores, aunque una cosa lleva a la otra.

Bueno, ni siquiera me preocupa tanto que aumente el número de escuchadores, como que los que vinieron se lleven de la sesión de cuentos algo pequeñito y precioso que no se puede explicar.

Como narrador quiero que la persona disfrute escuchándome, que sea una actividad enriquecedora. Como narrador mi objetivo es proporcionar una experiencia de narración, no de prelectura. Quiero que quien escucha, disfrute, piense, se conmueva, recuerde, se recuerde, imagine, se indigne, no olvide, se maraville... Curiosamente, lo mismo que persigue un buen libro.

Un cuento contado no debe intentar llevar a quien lo escucha al libro, sino al mundo que recrea el cuento.

Parémonos a pensar por un momento que la humanidad vivió muchos años sin escritura, pero realmente las personas empezaron a considerarse tales cuando la primera de ellas contó una historia.

Por favor, bibliotecarias y bibliotecarios, profesoras y maestros, personas del mundo, promocionad la lectura para que podamos tener escuchadores más preparados.

 

 

  pabloalbo@pabloalbo.com                                     699 235 228